Bien dicen que todos los teatros tienen su fantasma. Innumerables anécdotas, transmitidas de generación en generación dan cuenta de estas historias llenas algunas veces de misterio y terror, y otras, las más, de diversión y picardía, provocadas siempre por estas leves criaturas que se han empeñado en permanecer en los teatros, agitando sorpresivamente las bambalinas, susurrando y mascullando por los palcos ó moviendo cosas de lugar en los camarines, aún después de haber dejado el mundo de los vivos. Todo el mundo sabe que el espíritu indomable de Doña Blanca Podestá hacía de las suyas en la sala de la calle Corrientes, que llevó durante años su nombre -ahora convertida en Multiteatro- y donde sospechamos que aún debe seguir divirtiéndose a costa de desprevenidos. Eso si, con mucho más tarea ya que se trata hoy de cuatro salas mas pequeñas. Y ni hablar del de Doña Lola Membrives, que todavía produce algunos desmanes cuando algo que a ella no le gusta pasa en el hermoso teatro que antes se llamaba «Cómico» y que en estos días ostenta su nombre en la misma avenida, justo enfrente del otro. Es más, conociendo el carácter de ambas, no sería de extrañar que hasta fueran cómplices, trabajando una en los francos de la otra y discutiéndose todo el tiempo el cartel. En este caso, el Maipo no iba a ser menos. Y cuenta en su haber no ya con uno sino con dos fantasmas propios, que a través de los años vienen haciendo travesuras, y de las cuales encontraremos testimonios más adelante y en esta misma página. Pero vale preguntarse primero: ¿qué condiciones se necesitan para convertirse en fantasma de un teatro? Porque no es cuestión de arrogarse el título así como así, sólo por el hecho de haberse muerto teniendo algo que ver con el predio. No, que va. Mucha gente se ha muerto dentro de un teatro, por diversos motivos incluido algún que otro espectador que ha pasado a mejor vida sufriendo a la par del personaje de Maria Callas genialmente interpretado por Norma Aleandro en «Master Class», o desternillándose de risa con Enrique Pinti en «Candombe Nacional». Muerte agradable, si es que hay alguna. Pero eso no amerita. Para ser fantasma de un teatro, es condición indispensable haber tenido una relación muy íntima y estrecha con esa sala, o haber sufrido algún revés tremendo dentro de sus cuatro paredes, a punto tal que, desechando la posibilidad del destino elegido por el Padre Eterno para sus almas -ya sea cielo, ya sea infierno- hayan decidido quedarse allí, donde sin duda, se la pasan mucho mejor que en cualquiera de los otros dos. O lo mismo, porque ya se sabe que según las temporadas, los Teatros pueden ser una cosa o la otra indistintamente y a la vez. Para hablar del Primer Fantasma del Maipo, debemos remontarnos a suceso luctuoso ocurrido allá por el año 1943, cuando el teatro sufrió el segundo incendio y que obligó a cerrar sus puertas por más de dos meses. Esa noche del 6 de setiembre, mientras todo el mundo corría hacia la calle, un actor de reparto de apellido Radizzani volvió a entrar al Teatro en llamas porque había olvidado en el camarín el sobre con su sueldo. Algo nada aconsejable si se compara el valor de una vida, con el del dinero que podría haber en ese sobre, tratándose de un actor de reparto, claro. Radizzani fue asfixiado por el humo y resultó la única victima del siniestro. Si esto no es un revés tremendo, que alguien me lo diga. Este desgraciado suceso, convirtió a Radizzani en el fantasma más antiguo del Maipo. Años después, allá por 1950, época en que todavía la gente pensaba que este era un lugar mejor donde vivir, un joven chileno emigrado a nuestras tierras entró a trabajar en el Maipo como asistente de Maquinistas. Se llamaba Luis Cáceres y andaba por entonces en sus 25 años. Dicen los que saben y le conocieron, que nunca se vió persona tan atildada y prolija en su vestir dentro del personal del teatro. Prolijidad obsesiva que el joven Luis volcaba además en su tarea. Nunca la Sala de Maquinistas estuvo tan limpia y ordenada como en todos esos años en que silenciosamente, en forma más que puntual y eficiente Luis Cáceres llevaba a cabo su trabajo. Llegaba muy temprano, siempre de punta en blanco, saludaba en las oficinas al personal administrativo, en ese entonces en el Primer Piso, y luego se dedicaba sin pausa y sin prisa a poner todo en orden en el escenario. Y eso que no era personal efectivo. Su tarea era requerida cuando las producciones del momento exigían plantel extra , cosa que afortunadamente para la época y para Don Luis, sucedía bastante a menudo. No tenía familia alguna, y habitaba en cuarto de pensión en las cercanías del Maipo y ya había decidido que si algún día le correspondía alguna indemnización por la causa que fuere, la misma -en caso de que él no pudiese cobrarla-fuese donada al Sindicato de Maquinistas. Fueron pasando los años, y esa relación Maipo Familia fué creciendo en Don Luis, que evidentemente había hecho de su querida sala un segundo hogar. Ya con 60 abriles en sus espaldas y más de 35 años de trabajo en el Teatro, un día no se sintió bien y tuvo que visitar al médico. Volvió de esa visita con un aire medio consternado y sólo dejó deslizar la inquietud de que «no había tenido buenas noticias». Durante los siguientes 15 días nadie notó nada especial. Don Luis siguió llegando temprano, realizando sus tareas con la misma prolija obsesión de toda la vida y solamente alguien reparó que ese sábado a la tarde de 1985, Don Luis había agregado al sempiterno conjunto sport de pantalón, camisa y saco, una elegante corbata haciendo juego. Subió como siempre al primer piso, saludó al personal de administración, se fué al escenario, arregló todo como siempre y a las seis de la tarde armó por última vez un nudo en una cuerda como sólo el sabía hacerlo y con esa misma cuerda de maquinista se colgó de una viga de hierro en los techos de su querido Teatro Maipo. Fué su manera de esquivar el doloroso destino que un cáncer terminal le tenía reservado para un futuro demasiado cercano. Si esto no es mérito suficiente para convertirse en el Segundo Fantasma del Maipo, que alguien me lo diga también. Desde entonces, Cáceres y Radizzani, convertidos en espíritus burlones, contagiados seguramente por toda la alegría que durante décadas desparramaron sobre estas tablas los mejores cómicos argentinos, y acicateados por la desbordante belleza y picardía que las mujeres-vedettes más alucinantes del mundo exhibieran bajando las famosas escaleras de la revista porteña – Sofía Bozán, Nélida Lobato, Nélida Roca por nombrar sólo algunas- se han dedicado a perturbar en forma terrorificamente amistosa a todos los que transitamos este ámbito que seguramente y de alguna manera, les pertence a ellos más que a nadie. Obvio que hay otros fantasmas que nos visitan a menudo -quien duda que cada tanto Stray, Olmedo, El Dringue, Castrito, Pepe Arias ó Marrone quieran darse una vuelta para espiar a ver que pasa y mandarse alguna de las suyas- pero Cáceres y Radizzani encabezan el cartel y ya son parte del elenco estable. Elio Marchi |